René Redzepi trata a sus empleados con mucha dureza
“En mi familia, el ideal de éxito no era ser ricos, sino estar juntos. Nunca tuvimos dinero”. Es una aseveración del número uno del mundo de la restauración, René Redzepi a “El País Semanal” en una entrevista realizada por Jesús Rodríguez. “Me siento un artesano más que un artista. Soy hijo de un taxista, nunca me comportaré como un rico. No estoy en negocios, ni quiero. No tengo tiempo. No tengo oficina: soy un cocinero”. De esta manera justifica la humildad que reina en la vida del chef del restaurante Noma de Copenhague.
Pero todo no es bisoñéz. En el trato con sus empleados llega a ser muy duro con ellos. Puede echar un broncazo sin piedad a cualquiera de sus empleados por tan solo un suelo poco limpio, una servilleta arrugada o un plato fuera de punto. Confiesa: “es cierto, puedo hacer llorar a un cocinero; pasa todos los días; la cocina de un gran restaurante funciona a base de estrés, pasión y dedicación”, señala.
Para que la siempre pretendida constancia de la calidad de los platos de un restaurante no se altere es necesario contar con proveedores, granjas, explotaciones y colaboración con los productores. Cuando René quiere un nuevo producto, desde una hierba hasta unos huevos de pájaros salvajes o carne de oso, Víctor Wagman, un joven de 29 años, se encarga de buscarlo y a la vez asegurar el suministro. Esta es la base, junto con otros temas más personales de Radzepi, del éxito de Noma.
El chef danés se sorprende del avance que ha hecho la cocina de su país: “Dinamarca era un desierto gastronómico. Los grandes restaurantes eran de inspiración francesa”, dice. “No existía una gran gastronomía nórdica; no había recetas; despreciábamos lo de aquí. No había producto ni gusto por comer. Admiro España; me dan envidia sus mercados, el marisco, el vino, el aceite, las especias. Pero aún más envidio el placer que los españoles sienten al comer”, señala el chef de Copenhague a “El País Semanal”.
“Una vez le pregunté a Ferran Adrià en elBulli qué era crear, y me contestó: “no copiar”. Yo estaba haciendo lo contrario. Me limitaba a poner en práctica grandes recetas internacionales y sustituir los ingredientes originales por otros nórdicos. Y no funcionaba”.
De tan rápido éxito cosechado, surge la pregunta de rigor, ¿qué había ocurrido para que, en tan solo cinco años, Noma, aquella casa regional sin rumbo se convirtiera en el restaurante más valorado del mundo? En realidad, la respuesta se encuentra en que sus creadores no habían inventado nada; el uso de los productos de la naturaleza salvaje ya estaba presente, por ejemplo, en la filosofía del chef francés Michel Bras o del vasco Andoni Luís Aduriz; y el culto al producto de proximidad y el respeto a las estaciones, en la de Juan Mari Arzak, Carme Ruscalleda o Joan Roca.
Había algo más. En el éxito de Radzepi ha tenido que ver tanto el magisterio culinario de este chef como el hábil uso del marketing por parte de su socio, Klaus Meyer, cabeza visible de un imperio gastronómico que edita libros de cocina y realiza programas de televisión. Produce desde cerveza, frutas y zumos hasta vinagres, vino y chocolate, a la vez que dirige una escuela de cocina y posee un servicio de catering.
Meyer, con su visión mediática de los negocios, tenía claro que el mejor cocinero del mundo no podía ser simplemente un cocinero; debía ser un alquimista, un gurú, el creador de una religión universal. Lo primero era redactar los mandamientos del credo culinario de Noma. Meyer organiza, en septiembre de 2004, el Simposio de Cocina Nórdica, que iba a reunir a los chefs escandinavos con objeto de reflexionar y elaborar un ideario común. Ese congreso pariría la denominada Nueva Cocina Nórdica, un movimiento que reunía toda la filosofía del dúo Meyer/Redzepi e implicaba a los cocineros suecos, noruegos, daneses y finlandeses. Unos meses más tarde, esa corriente cultural-gastronómica-comercial era ratificada y apoyada por el Consejo Nórdico, un foro confederal que reune a los ministros de Exteriores de la región, que veían en esa etiqueta de prestigio una inesperada oportunidad para exportar y atraer turismo.
La gastronomía de René Redzepi es sutil, ligera, colorista, sin grasa; da la sensación de haber brincado de la naturaleza al plato tras haber sido apenas acariciada en la cocina. Se come con los dedos. Se impone lo crudo. No hay sabores portentosos ni agresivos, ni grandes explosiones de sabor. El aceite es de heno; el vinagre, de calabaza; el pan, negro; en vez de mantequilla hay crema fresca y grasa de cerdo. En cuanto a vinos, el sumiller, Pontus Eluffson, elige cervezas artesanales sin filtrar; vinos blancos de la isla de Lilleo y caros vinos super ecológicos de Nicolas Joly.
No obstante, la fama a Redzepi no se le ha subido a la cabeza, y piensa que esta y el éxito que se acostumbra unir generalmente a la vida en circunstancias de este tipo no son eternas, y que nacen y mueren a veces de una manera efímera. “Soy consciente de que este es mi momento y que todo se puede desinflar como un “soufflé. Hay gente que cuando cae pierde la cabeza. Yo no quiero perderla. ¡Estoy preparado!”, remata.
Enric Ribera Gabandé