El oficio del maître era puro espectáculo: Antes manejaban la presa, trinchaban y flambeaban en directo
El oficio del maître era puro espectáculo. Hoy, los camareros persiguen convertirse en transmisores de bienestar o mismo te estrujan un pato en la presa de plata para extraerle todos los jugos de la carcasa que te trinchan una becada, te desespinan y emplatan un pescado, te cortan a cuchillo unas lonchas de pata negra, flambean un dulce o te preparan, con la magia y el rito de las tareas excepcionales, un steak tartare cuyo recuerdo te acompañará mientras vivas. Son la aristocracia de la sala. Veteranos maîtres, camareros de pajarita y chaqueta negra con la servilleta en la manga curtidos en mil batallas, acostumbrados a ofrecer siempre la mejor de las sonrisas, a callar secretos como sepulcros y a ejercer una hospitalidad sincera y contagiosa.
José Luis Blanco (premio nacional al mejor jefe de sala 2009), maître y sumiller en el Zaldiaran vitoriano y con más horas de vuelo que el jet de Obama, viene de ese mundo donde el rodaje se hacía en la sala, «aprendiendo de los gestos y de la actitud de los mayores». Blanco empezó como chico de los recados en la carnicería de Floren y pronto cumplirá 40 años de servicio junto a Gonzalo Antón. Pero de su memoria no desaparecen los nombres de los maîtres del Canciller Ayala o del General Álava, sus ademanes serios y un modo de comportarse que les convertía en aristócratas de la sala. Hombres memoriosos que no olvidaban una cara ni el plato preferido del comensal (sin ayuda de los programas informáticos tan en boga hoy) y tan discretos como espías británicos. También recuerda Blanco aquellos carros vestidos de blanco, con sus bandejas y la sorpresa de levantar tapas como timbales que descubrían solomillos Wellington, rodaballos o piezas de caza que desmenuzaban y servían como prestidigitadores de tenedor, cuchillo y pala.
«Este oficio te tiene que gustar; tienes que estar a gusto en el trato con la gente», reflexiona. Ver hoy a José Luis Blanco preparar un steak tartare en sala es un lujo, una de esas tareas exquisitas y precisas que hipnotizan a los comensales. Tareas que (aunque se enseñan, y bien, en las escuelas) tienen los años contados y que preservan un puñado de entusiastas. Como recibir a los clientes, acomodarlos, ‘radiografiar’ sus expectativas, orientarles entre las procelosas aguas de la carta… «y hacer que se sientan cómodos, que disfruten. Eso, en definitiva, es lo que perseguimos en este trabajo -resalta Blanco-. Nosotros somos profesionales del tiempo».
Hoy, la sala, sin embargo, es otra cosa. En demasiadas ocasiones no pasa de ser una mera cinta transportadora de platos que salen terminados, listos para comer. Prima la rapidez, el vértigo para que nada se desmorone (lo que no deja de ser un gran mérito). Pero frente a esa evidencia se levantan voces que pretenden darle nuevo protagonismo. «Mientras que la cocina tiene un gran escaparate, el sumiller o el camarero han sido el eslabón perdido. Pero hoy el servicio es tendencia», apuntaba Pitu Roca en un reciente congreso.
Recaderos de sensaciones
«En el restaurante, cada reserva es una necesidad diferente. Y nuestro trabajo es adaptarnos a ellas», resume Stefania Giordano, la maître de NeruaGuggenheim. «Un plato no es solo un producto, es una emoción que debe llegar al cliente. Y nosotros somos los encargados de transportar esas emociones», subraya Giordano.
Si la cocina ha cambiado, si los cocineros (y los clientes) han evolucionado hasta hacer casi irreconocibles nuestros restaurantes más señeros, los camareros, el personal de sala, están sufriendo también cambios sustanciales que se perciben en los detalles. «Hoy la sociedad necesita una visión más humanista, personas preparadas para conectar emocionalmente con una sociedad desnutrida de sentimientos y de tiempo para la emoción», reconocía Josep Roca a Spanish Wine Lovers.
Denis Courtiade, jefe de sala del restaurante Alain Ducasse au Plaza Athénée, en París, atendió en sus impresionantes salones durante 16 años a las grandes fortunas del mundo, a futbolistas galácticos y a estrellas de Hollywood como Brad Pitt o Pierce Brosnan. «Aunque no es un local de famoseo ni para stars, sufren la presión de algunos clientes. Ellos no son el problema. ¿Quiere saber lo peor a lo que nos enfrentamos? A los nuevos clientes como los rusos que no hablan inglés y desconocen los códigos», confía. Horror. Los nuevos ricos. Nada raro, por cierto, en un local donde no se sirve carne y cuyo plato más conocido son los langostinos bretones en su jugo con caviar dorado (195 euros). Courtiade, un veterano que hizo la mili (literal) en el palacio de Versalles, y dio sus primeros pasos en Hôtel Juana (en el mítico nido chic de Juan Les Pins) o La Belle Otéro, en el Carlton Casino de Cannes, entiende el servicio de sala como «un arte» que sirve para convertir a cada comensal «en un ser único» mediante «la escucha, la comunicación y el compromiso». «Nuestros tres ejes básicos son: saber, ser y transmitir».
En las salas de vanguardia todo está hoy estudiado. En Nerua, el caldo de los platos llega a la mesa a 68º justos. Y los cubiertos que el camarero coloca a ambos lados y que el comensal acaricia con las yemas de los dedos mientras observa el plato están a 50º exactos, los mismos que la servilleta. Joserra Losada ha servido el pan usando un guante de cuero marrón…
«Robamos corazones»
A 105 kilómetros de allí, Joserra Calvo, jefe de sala de Mugaritz, observa con ojos atentos el engranaje del local. Todo va sobre ruedas. El personal de sala (24 personas) aparece y desaparece por arte de birlibirloque mientras escamotea platos. Parece sencillo, pero es pura presencia escénica rodada junto a dos coreógrafos. La sala convertida en una obra de teatro. «Nos formamos como actores, nos grabamos en el trayecto desde la cocina a la mesa para vernos después y corregirnos», explica Elizabeth Iglesias, compañera de Joserra Calvo en Mugaritz. «Nuestro trabajo hoy es robar el corazón de los clientes, enamorarlos y guiarlos a través de nuestra experiencia. Usamos los espacios y trabajamos con calma, controlando los movimientos. Los 20 primeros minutos en el restaurante son cruciales; si surge esa conexión, esa empatía, ese enamoramiento… está casi todo hecho», resume Calvo (14 años de experiencia en este dos estrellas de Rentería) y Premio Nacional de Gastronomía 2011.
«Los clientes más difíciles son quienes no son sinceros, los indiferentes. Si alguien no disfruta en nuestra casa y nos lo dice -apunta Stefania Giordano- tenemos una posibilidad de mejorar. Los clientes nos ofrecen su tiempo, un bien muy escaso, y nosotros debemos hacer que disfruten», insiste Stefi.
Abel Valverde, autor del libro ‘Host. La importancia de un buen servicio de sala’ (PlanetaGastro), que reivindica el papel del personal de sala en la gastronomía, llegó a dormir debajo de las mesas del Sant Celoni madrileño, agotado por el trabajo. «Este oficio requiere vocación pura. Un actor de teatro sigue un guion mientras que lo nuestro es pura improvisación. Emoción y vértigo», sostiene el maître premiado con el Nacional de Gastronomía al Mejor Director de Sala en 2008.
Valverde, como muchos otros, ha aprendido al lado de los veteranos. Por eso promueve que las escuelas de hostelería se doten de profesores «que hayan vivido el oficio» y sean capaces de dar lecciones «realistas». En Artxanda (como ejemplo) hasta hay una pequeña barra con coctelería y cafetera para hacerlo todo más real. Y no escatima críticas. «En los restaurantes medios, los empresarios creen que es en sala donde pueden ahorrar dinero. Piensan que es un oficio que puede hacer cualquiera. Se contrata a estudiantes, a personas sin formación ni experiencia. Eso desvirtúa nuestro oficio y es impensable en otros sectores», clama. Para ser timoneles de sabores y emociones, además de experiencia y oficio, la buena formación cuenta. Como un gran plato.
JULIÁN MÉNDEZ
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